El taxi llegó en 5 minutos.
El taxista, un señor de mediana edad, calvo y bastante rellenito, nos ayudó a
meter nuestras cosas en el maletero. Mientras, yo le eché una última ojeada a
la que había sido mi habitación durante casi 17 años. Una lágrima tras otra me
recorrieron la mejilla.
Mamá: ¡Bonnie! ¡Venga, que
ya nos vamos!
Me sequé las lágrimas con la
camiseta y me puse las gafas de sol para disimular mis ojos rojos e hinchados.
No quería que mis padres se diesen cuenta de que había estado llorando.
Fui hacia el taxi para
reunirme con mi familia. Las maletas ya estaban metidas en el coche; mi padre
estaba en la puerta, con las llaves en la mano, listo para cerrar y dejar
aquella casa; y mi madre estaba sentada en los asientos de atrás, con la puerta
abierta, esperándome. Entré en el taxi y cerré la puerta. Mi padre subió tras
mí y se sentó en el asiento del co-piloto.
Papá: Ya podemos irnos.
El conductor el conductor
asintió con la cabeza y puso el coche en marcha.
Pasaron unos minutos sin que
nadie dijese nada. Entonces, mi madre rompió el silencio.
Mamá: ¿Te acuerdas de cuando
te dejábamos conducir a ti?
Yo: Sí, fue hace dos años,
cuando pretendíais enseñarme en el garaje de un centro comercial.
Mamá: Tenías 14 años… -dijo
reviviendo sus recuerdos.
Yo: Y el tipo de seguridad
nos miraba con cara rara.
Mamá: ¿Todavía recuerdas
alguna lección?
Yo: Todas y cada una de
ellas. O eso creo. Llevo soñando con poder conducir desde que tengo uso de la
razón.
Mamá: Pues entonces te será
muy fácil conducir tu nuevo coche.
Eso me recordó que yo tenía
que elegir coche nuevo.
Yo: ¿Puedo saber qué coche pensáis
en comprarme? –lo dije como si no me importase, pero en realidad me moría por
saberlo.
Papá: ¿Pensar? ¡Pero si ya
lo hemos comprado! Está ahí, en Atlanta. Las llaves del coche nos las darán en
cuanto lleguemos.
Yo: ¿Sí? ¿Y qué coche es?
Mamá: ¡Ahhh! ¡Sorpresa!
Tendrás que descubrirlo cuando lleguemos. Pero estoy segura de que te va a
encantar –le guiñó un ojo a mi padre.
Sonreí. A mi madre le hacían
feliz estas cosas. Ella es así: tiene una mentalidad de adolescente. Siempre me
entiende y comprende mis problemas. Más que una madre, es una amiga. Adoro
nuestra relación.
El resto del viaje
transcurrió en silencio.
Llegamos al aeropuerto y el
taxista nos ayudó a sacar nuestras maletas. Mi madre le pagó y le dijo que se
quedase con el cambio.
Tenía unas ganas tremendas
de llegar a Atlanta porque a cada minuto que pasaba, tenía menos ganas de ir y
ya no podía arrepentirme.
Cuando por fin subimos al
avión, quise salir corriendo, hacia cualquier lado, pero fuera de allí. Quise
contenerme, pero empecé a llorar. Antes de que hiciese alguna estupidez, me
senté en mi asiento y me abroché el cinturón.
Mi madre me vio, se sentó
junto a mí y me limpió las lágrimas.
Mamá: No llores, cariño
–intentó consolarme.
Yo: Intento no llorar, pero
las lágrimas salen solas.
Mamá: ¿Te acuerdas de cuando
eras pequeña y llorabas todo el rato?
Yo: Sí, siempre lloraba.
Pero eso era diferente. Entonces lloraba porque sí. Ahora lloro por un motivo
–mientras hablábamos, el avión ya había despegado.
Mamá: A ver, cuéntame ese
motivo.
Yo: Bueno, el primer motivo
por el que no quiero ir es porque tengo que empezar de cero. Ahora que por fin
me empiezo a sentir a gusto con mi vida…
Mamá: Eso no es cierto. No
vas a empezar desde cero. Tú ya tienes parte de tu vida hecha. Ahora empiezas a
hacer otra parte de ella. Vivirás nuevas experiencias, pero eso no significa
que vayas a olvidar todo lo anterior.
Yo: No es tan sencillo como
parece. Es muy duro perder todo lo que has conseguido con tu propio esfuerzo.
Voy a echar muchísimo de menos a mis amigos, sobre todo a Tiffany.
Mamá: Pero también harás
muchos nuevos amigos. Además, podemos volver a Londres cada verano, y Tiffany
sabe de sobra que siempre será bienvenida aquí.
Eso me recordó que todavía
tenía el colgante en la caja, metido en el bolso.
Me levanté con la intención
de alcanzar mi bolso, pero tropecé con algo y fui a parar al asiento de atrás,
donde estaban sentadas dos chicas de mi edad.
Yo: Lo siento…
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